Amparo Mahecha Parra

hace 3 años · 3 min. de lectura · ~100 ·

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Una ficha en un inmenso tablero de ajedrez

Una ficha en un inmenso tablero de ajedrez

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El hombre que derribó la montaña fue el mismo que

comenzó a retirar diminutos guijarros. Proverbio chino.

Para Angélica.


 

El ruido lo dejó completamente aturdido. Una explosión como un relámpago en medio de una tormenta. No alcanzó a pensar nada. Segundo a segundo, después de tomar aliento y aun con los ojos cerrados, se vio dando pasos dentro de una embarcación. Caminaba muy despacio para no hacer ruido y cargaba en sus manos algo muy delicado. Vio borrosamente cómo abría un bulto de algo parecido a una sal pesada y gruesa y, luego, introducía en él, de manera horizontal, un artefacto parecido a un termo. Respiraba lento, empezó a sentir un dolor en todo el cuerpo, quemante, pegajoso, quería abrir los ojos pero no podía; un gusto ferroso en la boca le indicó que sangraba… pero perdía la conciencia de nuevo…. Y volvía al bulto de sal, veía cómo lo cerraba cuidadosamente y lo cosía con una especie de cañamazo. Pero no alcanzaba a comprender cuál era la imagen que le develaba la mezcla de esas fichas de rompecabezas. Quiso mover los brazos, pero el izquierdo no respondió. Por instantes se rendía pero, poco después, algo indescifrable le hacía reanudar la lucha por conservar la conciencia y tratar de recordar… otra vez, el pasillo largo de una bodega de un barco, la oscuridad, los bultos, el bulto, las manos, sus manos haciendo espacio para introducir eso que cargaba con tanto cuidado… volvía el sueño y el deseo de abandonarse, de esperar a despertar de la pesadilla. Sí, era eso, una pesadilla, una maldita pesadilla que lo atormentaba y le impedía abrir los ojos.
 

De repente, se vio caminando por una calle estrecha, al final de la cual se veían barcos de gran tamaño, y más al fondo, el río ancho y gris. Sostenía la mano de una mujer, estaba feliz, el cielo brillaba con tonos azules rojizos. Se sintió tranquilo y decidió hundirse en esa sensación de seguridad, de no-soledad.

Pero no duró mucho. El dolor hacía que su cuerpo se estremeciera sin control. Sintió que se despertaba y, abrió los ojos, o eso creyó que hacía. Se esforzó por distinguir alguna forma, algo que le diera una pista. Pero todo era oscuridad y tinieblas. Entonces, se quedó dormido por unos segundos, que a él le parecieron horas y, al despertar, recordó. Era parte de un grupo de hombres que habían sido reclutados en Buenos Aires por un agente secreto de la KGB rusa. Su tarea: instalar en la noche bombas explosivas en las bodegas de los buques, donde estaba la carga de salitre, materia prima que venía de Chile por tren y cuyo destino final era la Alemania nazi, que lo utilizaba en la elaboración de armas para la guerra. Su misión: reducir en lo posible la capacidad de ataque de Alemania, a inicios de la cuarta década del siglo XX.

Fue hilando un pensamiento con otro y logró establecer su identidad: polaco, 36 años, casado, dos hijos mellizos, una niña y un niño, herrero y soldador, trabajador en el área de mantenimiento de las embarcaciones del puerto, de ideas contrarias al fascismo. ¡Estaba claro! Había fallado. Quizá la posición del artefacto explosivo. ¿No había quedado totalmente horizontal? ¿No había salido del lugar con suficiente rapidez? El hecho es que había estallado antes de tiempo y lo había herido de gravedad. Sintió que el dolor del fracaso era peor que el de las heridas. Los últimos meses había puesto toda su energía en esa labor oculta y titánica. Había arriesgado a su familia. Era la primera bomba, la que daría inicio a un sinfín de atentados pacifistas. Se derrumbó y decidió no luchar para sobrevivir. Entonces, se hundió de nuevo en la tiniebla espesa.

El hombre no recordaba que, en realidad, se habían colocado con éxito miles de minas incendiarias en barcos de bandera portuguesa, española y sueca; que, al intentar apagar el fuego, se había inundado el depósito de muchas naves, arruinando toneladas de salitre.

No era consciente de que yacía en el suelo del laboratorio clandestino que Él se había encargado de desmantelar, por órdenes de la Central en Moscú, y que había servido para ensamblar las bombas. Tampoco recordaba que, al retirar los últimos materiales químicos, una chispa traicionera había producido una enorme explosión.

Aún no sabía que la policía argentina lo arrestaría, que le amputarían el brazo izquierdo en el hospital, que sería torturado y, finalmente, se refugiaría en Uruguay. Que tendría otra hija y sería repatriado a la entonces Unión Soviética.

No sabía que quedaría ciego de por vida, que trabajaría como troquelador en una fábrica para invidentes en Moscú, que moriría en paz cuarenta y dos años después, rodeado de su familia. No sabía que sería condecorado con la Orden de la Gran Guerra Patria en primer grado y con la medalla “Victoria sobre Alemania”. No sabía que, siendo considerado terrorista político en su tiempo, se había convertido en un héroe de la Segunda Guerra Mundial.


 

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