El país de los becerros

La salida de los hebreos de Egipto es un historia ampliamente conocida. Pertenece al segundo libro de la Biblia, llamado Éxodo.

El límite que demarca lo nuevo de lo viejo fue el propio Mar Rojo, el mismo que se tragó a los egipcios ni bien pasó el pueblo hebrero. De allí en más, la tribu liderada por Moisés, dejó de fabricar ladrillos en la empresa del Faraón para pasar a vivir en la más alta incertidumbre, similar a la que hoy atraviesa cualquier emprendedor argentino.

El pueblo hebreo, entonces, podía confiar en la visión de su profeta. Y digo bien, porque Moisés era un auténtico guía. No se trataba de un diputado o senador que vive en una realidad paralela. No, se trataba de alguien con un profundo sentir por su pueblo, alguien que padecía las mismas o peores condiciones. Alguien que se auto imponía peligrosas travesías, incluyendo en ellas largos ayunos, en pos de recibir la más alta inspiración del cielo.

Así y todo, su pueblo, inmaduro, se rebelaba. El Dios de Moisés era invisible. Y por momentos los fantasmas del desierto parecían más reales.

Los argentinos procuramos del Estado soluciones, de un Estado que en tiempos de pandemia parece cada vez más chiquitito. Asfixiado por turbios o inoperantes manejos anteriores, carece de recursos y estrategias. Carece de todo, salvo de funcionarios. Que quede claro: en Argentina la verdadera grieta la que generan los propios gobernantes, capaces de ajustar el magro sueldo de un docente o de un jubilado pero incapaces de restringir sus exorbitantes beneficios. 

La pandemia se alarga, el dinero se acaba, los miedos crecen.
El pueblo marcha en el desierto y se pregunta por el Dios de Abraham y de Moisés.

Las únicas voces que se escuchan son las de siempre, remixadas; antiguos gobernantes con discursos maquillados, sabedores que un nuevo las Paso se avecina. En contraste, renacen las teorías fantásticas  de los conspiracionistas. O la de quienes, Biblia en mano, te anuncian que nada bueno se avecina.

El pueblo marcha en el desierto, levanta los ojos al cielo y se pregunta ¿donde está Dios en todo esto?

Becerros de oro no faltan y sí, una fe madura.

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