Mi safari literario

Año 2055. Los viajes en el tiempo son una realidad.
“Safari en el Tiempo S.A” ofrece sus excursiones de caza mayor.
“Usted elige el animal. Nosotros lo llevamos allí. Usted lo mata”.
Eckel se presenta anunciando que desea cazar un “ Tyranosaurio”.
¡Claro que es posible! Tendrá que viajar 60 millones de años atrás. Primera condición: pagar 10.000 dólares; segunda, por nada del mundo deberá salirse de la cinta antigravitatoria que se introduce en la jungla sin alterar nada. Cualquier mínima variante en el pasado, será lo mismo que lanzar un piedra en un estanque. Los efectos propagados en el tiempo pueden resultar devastadores.
Únicamente está permitido disparar a los animales marcados merced a un novedoso sistema capaz de predecir el instante que van a morir de modo que los cazadores puedan llegar un par de minutos antes.
El viaje empieza, el tiempo retrocede. Bajan de la nave y comienza la cacería. La descomunal criatura aparece, Eckel siente miedo y huye, en su alocada carrera saca un pie de la cinta gravitatoria y pisa el barro, en tanto los guías de la expedición logran matar al Tyranosaurio.
La expedición regresa. Eckel se ha comportado como un cobarde.  Eckel mira un cartel: la ortografía ha cambiado y, lo peor de todo, ¡un dictador es el nuevo presidente!  Entonces examina el barro en sus botas y encuentra una mariposa aplastada.

Leí “El sonido del trueno” de Ray Bradbury siendo un adolescente. Hasta entonces ninguna lectura había logrado inquietarme como este relato. No solo por la genialidad inventiva de autor, ni por el tremendo desenlace, sino y fundamentalmente porque por primera vez comprendí las inmensas posibilidades de quienes se dedicaban a escribir.

Viajar en el tiempo era una de ellas. Y no solo al pasado, ¡podrían también ir hacia adelante! 

Cuando terminé de leer la obra Bradbury me hubiera gustado poner una mano sobre el hombro de Eckel y decirle que no se angustiara (si es que el guía no lo había matado con aquel disparo indefinido con que termina el relato). O mejor aún,  redimirlo en un nuevo relato. Convertirlo en héroe o simplemente darle otra oportunidad, con otro tyranosaurio. ¿Por qué no? Solo tenía que sentarme y escribir.

Por entonces, además de “Las doradas manzanas del sol” que mamá había traído a casa (ella entonces era profe de literatura), encontré otro de tapas amarillas con una tipografía de letras gruesas que decía en la tapa “Técnicas de la ficción narrativa” (de Leon Surmelian).

Comencé a sacarlo del estante y a leerlo, de a ratos. Maravillado, según avanzaba en la lectura, comprobé las posibilidades “del narrador omnisciente”, una especie de Dios encubierto, no limitado por el tiempo ni por el espacio; corroborando, en palabras de expertos, lo que antes había intuido a través de aquel cuento fantástico.

Las implicancias de semejante descubrimiento retumban en mi presente, en el mismo tiempo en el que ahora escribo. Y lo seguirán haciendo, mientras yo todavía exista y pise este bendito suelo. Al fin y al cabo, ¿quién puede negar o afirmar, que yo, el Juan Ignacio que un día se deslumbró y el mismo que hoy escribe, no se trata de una apariencia, que otro escritor está creando?