Una poesía vertical y magnética

No conozco en su totalidad la obra de Roberto Juárroz. Para ser franco, pocas veces he tenido en mis manos sus poesías verticales. Sin embargo, ni bien llegué a Coronel Dorrego (de esto hace más de una década) y me enteré de que en el pueblo había una biblioteca con su nombre, quise saber quién era, ignorando la trascendencia y el unánime reconocimiento de su obra.

Vale decir que durante la década de 90, radicado en La Plata -capital de al provincia de Buenos Aires-, entablé amistad con varios poetas y escritores con los que me gustaba pasar el tiempo. Cada vez que nos veíamos nos poníamos a hablar de libros y autores, en fin, de literatura. Yo no cultivaba el género, tampoco me atraían demasiado aquellas poesías sueltas que escuchaba o leía. Me resultaban demasiado herméticas, al menos para mi torpe entendimiento. Las sentía inteligentes, sí, pero tan inteligentes como vacías. En ellas, la ocurrencia en el uso de las palabras parecía más importante que la imagen o la propia esencia del poema, de aquello que buscaba trasmitir (o lo a mejor no buscaban trasmitir sino provocar). Lo cierto es que había que leerlas con un diccionario a mano y de alguna manera, al menos antes mis ojos, todas tenían la misma forma aburrida y seca.

Yo encontraba una enorme contradicción en todo esto. Desde siempre había escuchado que de todos los géneros literarios la poesía era el más libertario. Sin embargo, aquellas poesías acartonadas estaban demasiado esclavizadas al divismo intelectual de sus progenitores.

Será por eso que el genero no me interesó hasta muchos años más tarde, cuando me trasladé al norte de mi país y, sin buscarlo, terminé viviendo en un valle al pie de las montañas. Obedeciendo a un llamado, en mis ratos libres, empecé a tomar la costumbre de visitar un río como quien visita a un amigo. Sentado, en un enorme peñasco, que casi siempre era el mismo, escuchando la musicalidad del agua, el canto de los pájaros, lejos del móvil y de Internet, sentí como si el paisaje me penetrara. Y como nunca antes la inmensa necesidad de escribirlo. De algún modo, pensé, esto debe ser lo que sienten los poetas.

Más tarde encontré las poesías de Rumi, de Khayyam y los sentí mis nuevos héroes literarios. Los llamados “poetas persas” no eran poetas en el sentido de perseguir o cultivar un estilo literario, sino personas hambrientas de lo divino. Caminaban por el desierto semanas y meses, hasta convertirse en hilachas humanas pero dueñas de un éxtasis infinito.

En Juárroz, muchos años después, pude reconocer a un auténtico poeta. Urbano y a lo mejor por esto tan sorprendentemente cercano y necesario. En su obra reconocí el mismo vigor,  el mismo anhelo, que atraviesa la vida de algunas almas. Como también pude reconocer la magnitud de su empresa. Su pretensión, ilimitada, de exprimir el lenguaje para impulsarlo a esa búsqueda vertical, incesante, frenética, donde las palabras se esfuerzan y nos deleitan antes de deshacerse bajo el calor insoportable de lo inefable. 

Y todo para dejarnos frente a una puerta, por donde asomarnos y apreciar un paisaje dentro de un paisaje.

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